lunes, junio 06, 2005

Todos somos esencialmente fantasmas

¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un
hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.

James Joyce



Haremos a continuación unos datos indispensables acerca de la naturaleza de los fantasmas.
Por empezar, un fantasma es continuidad de un ser que ha vivido. No se nace fantasma, se deviene en ese estado en virtud de unas perturbaciones que van desde una promesa incumplida hasta un entierro defectuoso. Los fantasmas aparecen y desaparecen no por casualidad sino por hacerse bruscamente invisibles o imperceptibles. Un fantasma tiene nula o casi nula densidad. Puede atravesárselo con una niebla y no es posible tocarlo, abrazarlo, ni retenerlo. El fantasma además puede él mismo atravesar objetos sólidos. Algunos autores limitan este don de atravesar las paredes y señalan que los fantasmas sólo atraviesan muros que han sido edificados con posterioridad a su muerte. Un espectro sigue utilizando las puertas que conoció en vida, aunque hayan sido selladas. Es que para el fantasma el tiempo se cristaliza. No sigue viviendo, sigue insistiendo sobre lo que pasó. Por eso los fantasmas siempre pretenden venganza y también instalarse en un tiempo que no progresa.
Otra característica de los fantasmas es que no se alejan nunca del lugar que los cobijaba. No hay fantasmas itinerantes. Todos están vinculados a un foro único, una casa, un puente, una encrucijada, una habitación. Muy a menudo los fantasmas se presentan ante los humanos y hacen anuncios, advertencias o revelaciones. En muchos casos, una vez satisfecha su demanda, el espectro deja de aparecer. Esto hace parecer que un espectro es un ser patológico, sufriente, marginado. La expresión “alma en pena” implica dos aspectos fundamentales de la naturaleza espectral. Primero que es algo distinto del cuerpo, pero al mismo tiempo le es inherente o correspondiente. Todos tenemos un alma, todos somos potencialmente fantasmas. Pero para ejercer plenamente las actividades fantasmales es necesario penar, sufrir un castigo por alguna pena vacante.
(...) Hay que decir que las llanuras del sur de América son poco propensas a la credulidad. En Río Grande, en Uruguay, en las pampas, la desconfianza es una forma de astucia. Las historias de fantasmas se cuentan así con más ironía que temor. Los milagros no fortalecen la fe, si no más bien la sed de explicaciones. El espiritismo nunca hizo grandes progresos, y aunque en las áreas urbanas muchos intentaron el diálogo profesional con los difuntos, jamás se logro el suceso alcanzado en los países orientales.
Por eso debemos considerar a Florencio Oliva, el médium de Villa Urquiza, como una verdadera excepción. Durante largos años su salita de la calle Alto Laguirre se llenó de deudos afligidos, mirones metafísicos y vigilantes disfrazados. En sus comienzos, Oliva trabajaba con un solo espíritu, el finado Gaitán, un peluquero del barrio muerto en un choque de trenes. Gaitán se presentaba de la forma más contundente y respondía a cualquier consulta con detalladas descripciones del más allá. También a favor de su condición de peluquero, sabía contar viejos y sabrosos chismes del barrio. La verdad es que Gaitán estaba vivo. Había aprovechado el accidente para huir de sus acreedores, hasta que Oliva lo encontró en Monte Hermoso y le propuso participar en sus experiencias parapsicológicas.
Los espiritistas clásicos y los visionarios del siglo XIX produjeron una literatura de ultratumba que en conjunto proporciona una descripción completa del cielo, un cielo de burgueses acordes, un poco vegetarianos, amantes del progreso y las maravillas urbanas. Pues bien, para Gaitán el cielo era Villa Urquiza, con algunas modificaciones parecidas a la venganza. En sus descripciones se limitaba a los detalles. La ausencia de yuyos, el tango obligatorio, el carácter subalterno de los ingleses y una curiosidad capilar: el pelo sigue creciendo en la morada celestial. Apurado por unos novios cesantes, Gaitán dictaminó que en el cielo uno anda con quien quiere y, para el caso de amores no correspondidos o personas codiciadas por más de uno, se creaban duplicados perfectos para que nadie anduviera molestando con sus lloriqueos.
El peluquero ayudó a Florencio hasta su verdadera muerte. Después ya se hizo imposible convocarlo. Privado de su principal atracción, el espiritista no tuvo más remedio que adiestrarse en tecnologías fraudulentas. La salita se llenó de cortinados, consultores parlantes, espejos, falsas paredes y máquinas de humo.
Con el tiempo, sus fantasmas fueron irreprochables. Complicados servicios de información le permitieron responder a los requisitores mas específicos. Otros médium de la ciudad lo pusieron a prueba. Florencio los engaño a todos. Jorge Allen, el poeta de Flores, asistió en calidad de escéptico a una de sus secciones. En lo mejor de la noche se presentó en un rincón del cuarto el espíritu de una joven bailarina llamada Julia, que había sido convocada por su hermana. Aun difuminados sus contornos, oscurecidas sus facciones y velados sus atractivos, la presencia enamoró a Jorge Allen. Fastidiado por las indagaciones familiares de la hermana, el poeta cambió el rumbo de la conversación y quiso saber cuál era el máximo contacto que podía establecerse entre seres de distintos mundos. Astutamente, el espectro contestó que no lo sabía.
-Pues vamos a averiguarlo ahora mismo- gritó Jorge Allen, y saltó de su silla.
El espíritu desapareció y Oliva no pudo concentrarse para volver a convocarlo. Pero en noches subsiguientes, Allen regresó a la salita y reclamó la presencia de Julia, la bailarina. En los primeros intentos debieron conformarse con poco, unos golpes codificados, una mano que recorría la habitación. En cierta ocasión, Florencio Oliva anunció que un beso andaba suelto por la sala. Jorge Allen preparó su boca, pero una florista de La Paternal se le adelantó y juró ser besada por su difunto esposo.
Por fin, Julia apareció casi enteramente durante siete noches consecutivas. En la última de ellas declaró que ya no volvería a presentarse. Después se acercó lentamente al poeta y le dijo que por autorización expresa de fuerzas superiores, le concedería el privilegio de un beso, de un beso carnal. Allen advirtió que harían bien las fuerzas superiores, que nuestro acto más espiritual es justamente el más carnal. Inmediatamente se trenzó con Julia en un rincón del cuarto y hubo besos de dos mundos. A último momento el espíritu, con disimulo, puso un papel en la mano del poeta.
Julia se fue para siempre, la sesión terminó y Jorge Allen leyó ansioso el mensaje de ultratumba. Decía: “Estoy viva y te espero mañana a medianoche en el puente de la estación Coghlan”.
La cita se cumplió. Julia resulto ser Adriana, su belleza era más contundente de lo que parecía en el otro mundo. Allen la amó aquella noche con pasión y supo de los fraudes de Florencio Oliva.
-No te volveré a ver -le dijo-. Una buena amante debe llevar el engaño hasta el final.
Allen dejó de concurrir a la salita de la calle Alto Laguirre.
Florencio Oliva, el espiritista, no le ocultó la verdad. El propósito altruista de todas sus trampas era convencer a las personas de algo que para él era indiscutible. El cielo existía. Oliva era un espiritista creyente. Era consciente de su incapacidad para hablar con los muertos, pero estaba seguro de que había otro mundo, cuyos habitantes deseaban enseñar a la sociedad a comprender la naturaleza eterna del alma. Pero sus métodos se volvieron cada vez menos sutiles. Se dejó tentar por los difuntos célebres y no era extraño escuchar en la salita las voces de Platón, Copérnico, Descartes, Newton, Heisenberg o Irineo Leguizamo. Una tarde de otoño, el mismo Albert Einstein explicó, no sin un sospechoso acento pampeano, que todo era relativo y no valía hacerse mala sangre por nada.
Los tiempos se pusieron difíciles. Los pocos que iban a la salita se mostraban cada vez más suspicaces. Jorge Allen y sus amigotes solían presentarse disfrazados y arruinaban las sesiones con maullidos, rimas chuscas y pedorretas.
Florencio Oliva perdió su clientela y acaso la fe. Los actores que utilizaba para sus representaciones lo extorsionaban y le sacaban casi todo su dinero. En sus últimos tiempos adivinaba la suerte por una moneda. Se enfermo gravemente.
Una madrugada de invierno vio una figura misteriosa acercándose a su lecho de enfermo.
-Traigo señales del otro mundo- dijo el espíritu.
-¿Hay otro mundo?- preguntó Oliva.
-Sí. Y aunque nunca recibiste nuestras respuestas, nosotros te hemos escuchado siempre.
El espíritu sacó trescientos pesos del bolsillo y los puso sobre la mesa de luz.
-El mensaje es que el cielo existe y que desde allá mismo te mandan estos trescientos pesos. Ahora, con permiso, debo rajarme.
La presencia se esfumó y un rato después, casi totalmente encarnada, se tomaba el 133 hasta Plaza Once.
Oliva murió al mes siguiente, renovada su fe y pagas sus cuentas.

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