miércoles, enero 05, 2005

LOS GARRONEROS DE LA CULTURA

Los cirujanos, los sacamuelas, los locutores, los periodistas y los actores
de teatro -que son, como se sabe, los espíritus rectores de la opinión
filosófica- han dicho miles de veces que la característica más notable de
nuestro tiempo es la velocidad. Algunas personas sensibles suelen quejarse
amargamente de este hecho, afirmando que nuestros galopes existenciales
levantan demasiada polvareda. No les falta razón a estos sofocados pensadores,
deseosos de resuello. Pero hay que decir en defensa de la velocidad, que hay
ocasiones en que no causa daño ninguno y hasta ayuda a hacer la vida un poco
mejor. Por ejemplo, no es malo que el subterráneo tarde 20 minutos entre
Chacarita y Leandro Alem, en vez de dos horas.
Tampoco es malo reducir las tardanzas de un avión que va a París. Y es mejor
curarse alguna peste en dos días que en un año.
La velocidad nos ayuda a apurar los tragos amargos. Pero esto no significa
que siempre debamos ser veloces. En los buenos momentos de la vida, más bien
conviene demorarse. Tal parece que para vivir sabiamente hay que tener más de
una velocidad. Premura en lo que molesta, lentitud en lo que es placentero.
Entre las cosas que parecen acelerarse figura -inexplicablemente- la
adquisición de conocimientos.
En los últimos años han aparecido en nuestro medio numerosos institutos y
establecimientos que enseñan cosas con toda rapidez: haga el bachillerato en
seis meses, vuélvase perito mercantil en tres semanas, avívese de golpe en
cinco días, alcance el doctorado en diez minutos.
Muchas veces me he imaginado estos cursos bajo la forma de una película
filmada a cámara rápida, con alumnos atropellándose en los pasillos, permisos
para ir al baño denegados y capítulos de la historia groseramente mutilados.
Capítulo seis: los fenicios. Los fenicios eran un pueblo de mercaderes,
etcétera. Capítulo siete: Grecia. Los griegos inventaron la tragedia, las ca-
riátides, etcétera. Capítulo veinte: La Edad Contemporánea. La Edad Contemporá-
nea comienza con la Revolución Francesa y todavía sigue, etcétera.
Calculo que el asunto no será tan grave. Supongo que se tratará de conseguir
la máxima concentración mental por parte del alumno. Supongo también que no se
perderá tiempo en tonterías. De todos modos, no sé si esto es suficiente para
reducir el tiempo de un aprendizaje a la quinta parte. Quizá se supriman
algunos detalles. ¿Qué detalles? Desconfío. Yo he pasado siete años de mi vida
en la escuela primaria, cinco en el colegio secundario y cuatro en la
universidad. Y a pesar de que he malgastado algunas horas tirando tinteros al
aire, fumando en el baño o haciendo rimas chuscas, puedo decir que para
aprender las pocas destrezas que domino tuve que usar intensamente la
pensadora. Y no creo que ningún genio recorra en un ratito el camino que a mí
me llevó decenios.
¿Por qué florecen estos apurones educativos? Quizá por el ansia de
recompensa inmediata que tiene la gente. A nadie le gusta esperar. Todos
quieren cosechar, aún sin haber sembrado. Es una lamentable característica que
viene acompañando a los hombres desde hace milenios. A causa de este
sentimiento algunos se hacen chorros. Otros abandonan la ingeniería para
levantar quiniela. Otros se resisten a leer las historietas que continúan en el
próximo número. Por esta misma ansiedad es que tienen éxito las novelas cortas,
los teleteatros unitarios, los copetines al paso, las señoritas livianas, los
concursos de cantores, los libros condensados, las máquinas de tejer, las
licuadoras y en general, todo aquello que no ahorre la espera y nos permita
recibir mucho entregando poco.
Todos nosotros habremos conocido un número prodigioso de sujetos que
quisieran ser ingenieros, pero no soportan las funciones trigonométricas. O que
se mueren por tocar la guitarra, pero no están dispuestos a perder un segundo
en el solfeo. O que le hubiera encantado leer a Dostoievsky, pero les parecen
muy extensos sus libros.
Lo que en realidad quieren estos sujetos es disfrutar de los beneficios de
cada una de esas actividades, sin pagar nada a cambio. Quieren el prestigio y
la guita que ganan los ingenieros, sin pasar por las fatigas del estudio.
Quieren sorprender a sus amigos tocando "Desde el Alma" sin conocer la escala
de si menor. Quieren darse aires de conocedores de literatura rusa sin haber
abierto jamás un libro. Tales actitudes no deben ser alentadas, me parece. Y
sin embargo eso es precisamente lo que hacen los anuncios de los cursos
acelerados de cualquier cosa. Emprenda una carrera corta. Triunfe rápidamente.
Gane mucho vento sin esfuerzo ninguno.
No me gusta. No me gusta que se fomente el deseo de obtener mucho entregando
poco. Y menos me gusta que se deje caer la idea de que el conocimiento es algo
tedioso y poco deseable. No señores: aprender es hermoso y lleva la vida
entera. El que verdaderamente tiene vocación de guitarrista jamás preguntará en
cuanto tiempo alcanzará a acompañar la zamba de Vargas. "Nunca termina uno de
aprender" reza un viejo y amable lugar común. Y es cierto, caballeros, es
cierto.

Los cursos que no se dictan
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Aquí conviene puntualizar algunas excepciones. No todas las disciplinas son
de aprendizaje grato. Y en alguna de ellas valdría la pena una aceleración. Hay
cosas que deberían aprenderse en un instante. El olvido, sin ir más lejos. He
conocido señores que han penado durante largos años tratando de olvidar a damas
de poca monta (es un decir). Y he visto a muchos doctos varones darse a la
bebida por culpa de señoritas que no valían ni el precio del primer Campari.
Para esta gente sería bueno dictar cursos de olvido. Olvide hoy, pague mañana.
Así terminaríamos con tanta canalla inolvidable que anda dando vueltas por el
alma de la buena gente.
Otro curso muy indicado sería el de humildad. Habitualmente se necesitan
largas décadas de desengaños, frustraciones y fracasos para que un señor
soberbio entienda que no es tan pícaro como él supone.
Todos -el soberbio y sus víctimas- podrían ahorrarse centenares de episodios
insoportables con un buen sistema de humillación instantánea.
Hay -además- cursos acelerados que tienen una efectividad probada a lo largo
de los siglos. Tal es el caso de los sistemas para enseñar lo que es bueno, a
respetar, quién es uno, etcétera. Todos estos cursos comienzan con la frase "Yo
te voy a enseñar" y terminan con un castañazo. Son rápidos, efectivos y
terminantes.

Elogio de la ignorancia
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Las carreras cortas y los cursillos que hemos venido denostando a lo largo
de este opúsculo tienen su utilidad, no lo niego. Todos sabemos que hay muchos
que han perdido el tren de la ilustración y no por negligencia. Todos tienen
derecho a recuperar el tiempo perdido. Y la ignorancia es demasiado castigo
para quienes tenían que laburar mientras uno estudiaba.
Pero los otros, los buscadores de éxito fácil y rápido, no merecen la
preocupación de nadie. Todo tiene su costo y el que no quiere afrontarlo es un
garronero de la vida.
De manera que aquel que no se sienta con ánimo de vivir la maravillosa
aventura de aprender, es mejor que no aprenda. Frecuento a centenares de
personas bondadosas, sensibles y llenas de virtud que desconocen minuciosamente
el teorema de Pitágoras.
Después de todo, es preferible ser ignorante a ser estúpido. Más aún cuando
la estupidez es el producto de una mala educación. Oscar Wilde vio mejor que
nadie este asunto de la estupidez ilustrada. "Hay hombres llenos de opiniones
que son absolutamente incapaces de comprender una sola de ellas". Tenía razón
el irlandés.
Yo propongo a todos los amantes sinceros del conocimiento el establecimiento
de cursos prolongadísimos, con anuncios en todos los periódicos y en las
estaciones del subterráneo.
Aprenda a tocar la flauta en cien años. Aprenda a vivir durante toda la
vida. Aprenda. No le prometemos nada, ni el éxito, ni la felicidad, ni el
dinero. Ni siquiera la sabiduría. Tan solo los deliciosos sobresaltos del
aprendizaje. Buenas noches.

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